Un vaso de vidrio trizado sobre la mesa era víctima de las manos regordetas de la Sole, quien con sus dedos trataba de quitarle esa mancha de lápiz labial roja que había dejado su boca; roja, pero de ese rojo que brilla en la noche y enceguece en el día, como maracas intensas que pintan sus labios de igual color.
Miraba con picardía a don David (pero no David como lo pronunciaría cualquier cristiano, sino “Deivi”, “don Deivi” como si fueran gringos de piel clorada y no pobres tercermundistas que bebían bigoteado en un bar de mala muerte).
- Y, dígame don David, ¿qué le parece? –dijo la Sole levantando levemente
su ceja derecha, esa delgada línea que a costa de grititos y cera derretida lograba dejarse por pura vanidad.
Don David se acomodó en su silla plástica auspiciada por Cristal, tomó una servilleta para limpiarse el resto de mayonesa y palta que el completo había dejado sobre su bigote, luego la apretó en sus manos, apoyó sus brazos sobre la mesa y de la nada adquirió un aire de hombre de negocios, grandes negocios a punto de cerrar un trato fundamental. Pero no estaba tan errado, claro que no. Don David era un viejo bigotudo que se ganaba la vida haciendo negocios, pequeños pero múltiples y de los más variados ámbitos. Lo suyo era la entretención, y la otorgaba organizando desde cumpleaños para los cabros chicos de la cuadra, hasta despedidas de soltero que rellenaba con un stock casi inagotable de putas y payasos. A veces, incluso, una misma persona hacía lo mismo, y veía cómo una puta después de bailar con sus tetas caídas al aire amanecía luego para ocultar las ojeras bajo un maquillaje blanco como la nieve de la cordillera.
- Mire, señora Soledad –empezó don David luego de mirarla a los ojos
detenidamente y pasearse la lengua por sus labios y su boca sin dientes (solía hacer esperar por sus respuestas para recubrirse de misterio, parecer interesante, y aumentar la demanda)- me parece una idea interesante…
- ¡¿Ah sí?¡ –preguntó la Sole de manera impaciente, con una sonrisa que
alumbró toda su cara redonda.
- No me interrumpa –dijo el caballero con aire autoritario.
- Perdón, perdón –se disculpó la Sole, y luego alcanzando la muñeca solitaria de don David, le invitó a seguir de esta manera: Prosiga.
Don David miró con desconfianza el contacto de la Sole. La piel blanda de la gorda acariciaba sus manos, que se iban quedando en los huesos con una lentitud que aceleraba cada día. Un movimiento brusco logró zafar la mano del viejo bigotudo atrapada bajo la garra grasienta de la Sole, y ya en libertad, don David continuó con su discurso.
- Como iba diciendo, señora Soledá, me parece bastante interesante lo que
me propone. Pienso que puedo incluirlo en el evento del viernes, claro que en el plan piloto.
- ¿Piloto? –preguntó la Sole feliz y algo confundida.
- Sí, piloto –don David miró los ojos perdidos de la Sole bajo los pliegues y
repliegues de su piel, y lanzando un suspiro refunfuñante, explicó su terminología de trabajo.
- Me refiero a que le doy un espacio, pero sólo para ver cómo funciona, sin
pago fuera de los billetes que alguien le pueda meter en el sostén. Ahora, si funciona, firmamos contrato -Los contratos de los que hablaba don David eran en muchos casos servilletas o pedazos de boletas en donde le tomaba el nombre, rut y firma a alguna persona para asegurar las condiciones de trabajo que siempre, casi siempre, terminaban favoreciéndolo a él.
Un brillo dotó a los ojitos de la Sole de una emoción especial que contra todo protocolo que don David siguiera, la hizo pararse, ir hacia el caballero y agarrarlo entre sus brazos de masa, repitiendo sin cesar que gracias, muchas gracias, no sabe usted lo que significa para mí. A lo que don David, complicado, respondió con escasas palmadas que, producto del volumen de la señora, sólo llegaban a la mitad de su cuerpo, sin alcanzar la espalda.
Los parroquianos de las otras mesas, al presenciar tal acto de amor, no tardaron en llenar el reducido antro perdido con sonidos guturales salidos de sus gargantas de lata, gritando cosas como “buena pelao” y brindando por los dos. Don David, no acostumbrado a tales alborotos, hizo lo que pudo para zafarse del cuerpo de la Sole, a la vez que hacía callar a la multitud excitada.
Una vez que todo estuvo más calmado, la Sole y don David retornaron a sus asientos; el caballero pidió unas cervezas para brindar, y especificó a la dama la dirección donde debía presentarse.
- Ya sabe, doña Sole – le dijo, alzando el vaso-, si lo hace bien, este podría ser el inicio de un gran negocio.
Y sin más, hicieron chocar los vasitos de vidrio bajo la luz de la ampolleta que comenzaba a pestañear, y sordos por el ruido de una mesa cercana que caía al suelo para comenzar una pelea, hicieron desaparecer el dorado líquido por sus gargantas secas y conocedoras de alcoholes.
Después de la velada, no se habló más. Los contertulios caminaron lado a lado entre kioscos y cemento mojado hasta la Alameda, donde con un beso que quedó marcado en la mejilla curtida del viejo, se dijeron adiós. Ahí separaron sus rumbos, la Sole bajo la tierra y don David sobre la superficie de la ciudad para esperar la micro, con su aliento condensándose frente a sus narices que se llenaban con el olor a sopaipilla y aceite refrita que provenía del carrito ubicado a su lado.
Pensó que su aceptación podría ser un riesgo: quién querría ver a una gorda al lado de muchachitas jóvenes, de tetas sueltas, que se dejaban acariciar como regalo para los que se despedían de la soltería. Sería como un espectáculo grotesco, un intermedio entre alcohol y papas fritas, pero recordó que los hombres, una vez calientes y borrachos, apenas distinguirían entre una vaca y una persona.
Con ese pensamiento en la cabeza pelada, logró dormir esa y otras noches, convencido de su nuevo número. Mientras, la Sole viajaba en un vagón demasiado escaso para su cuerpo y viendo su reflejo en la puerta que la separaba de la oscuridad del túnel, imaginaba cómo sería su show.
Durante toda la semana tomó miel con limón para cuidar las cuerdas vocales, y se tapó bien las patitas a la hora de dormir para evitar que algún virus le arruinara la voz con la que había logrado el pacto que cumpliría su sueño. Ya podía verse sobre un escenario –o cualquier cosa que hiciera las veces de uno- con algún traje brillante, o quizá su vestido de leopardo, sí, y tener a los hombres a sus pies encantados por esa voz de negra que ya estaba cansada de entregarle a Dios cada domingo en misa. Ya estaba cansada de dedicar su voz a un amor imposible, a una música helada de unión mística y viejas fervorosas haciéndole coro. Su garganta quería pasión, quería un latido que le arrebatara la vida, una luz que le alumbrara la cara y un micrófono brillante esperando en su mano.
No sintió la amenaza de estar con otras mujeres semidesnudas a su lado, y si algún hombre osara propasarse, pensó, seguramente lo dejaría tan sólo para recordar lo que se sentía tener el contacto con otra piel, el que su gordura exacerbada le había arrebatado por hacerla más grande de lo que cualquier cama podría tolerar.
Faltando un día para su debut, la Sole visitó a la Eva, la dueña de la botillería ubicada en la misma cuadra donde don David hacía sus eventos, la misma mujer que los había contactado hace ya mucho tiempo, cuando la Sole lo había visto aparecer por primera vez tras las rejas que custodiaban el emporio alcohólico donde la Eva llenaba cajas y cajas con botellas de pisco, ron y algo de cerveza.
- ¿Y a quién le empacas tanto copete, niña? –preguntó la Sole en aquella
ocasión.
- A don David, el viejo de al lado –respondió la Eva y luego, acercándose a
la oreja rosada de la Sole, le susurró al oído con un sabor a inferioridad- Es productor de eventos.
Desde entonces la idea se le instaló en la cabeza, y aunque con el tiempo supo que el tal don David no organizaba el tipo de eventos que ella imaginaba, como fiestas de salón para los vecinos o reuniones vip de centros de madres, sino despedidas de solteros con putas rancias y cumpleaños para cabros chicos, no desistió de sus ideas, hasta que de tanto ir donde la Eva terminó conociéndolo. Lo sedujo con la idea como solo ella podía hacerlo y una fría tarde en Estación Central cerró el trato que le cumpliría el sueño.
La noche de la gorda llegó sin pena ni gloria. No fue un día más frío que el resto, aunque la gorda haya insistido en eso por no poder evitar los tiritones que la hacían moverse como gelatina por los puros nervios de cantar ante un público que no conocía. Llegó temprano a la casa de la Eva, ubicada tras la botillería, para arreglar su traje –que, producto de una disyuntiva consigo misma que nunca logró resolver, lo hizo de tela brillante y retazos de leopardo-. A ratos tomaba un cepillo de pelo y ensayaba frente al espejo sucio del baño. Piensa en mí cuando llores recitaba con su gruesa voz que despertó a todos los perros que dormían la siesta a esas horas por los alrededores, y la Eva con el veinteavo cigarro del día en la mano la aplaudía con idolatría.
- Vas a matar, Sole, vas a matar –le decía mientras le arreglaba el vestido
que hubiera servido para la mitad de una carpa de circo.
La Sole no decía nada. Sólo se miraba al espejo y se tocaba por sobre el vestido, como si no estuviera o no estuviera segura de estar, de existir realmente en ese momento y ese lugar.
Cerca de la medianoche salió la Sole al lugar acordado. Traía el vestido mitad leopardo, mitad brillantes rojos, unas argollas gigantes colgando de sus orejas de plasticina, los pies envueltos en unas botas de cuero y taco alto, y el pelo tieso de tanta laca que casi la deja tuerta.
En la casa ya sonaba la música, y la bulla era lo único que denotaba vida en aquel lugar, puesto que las luces estaban apagadas y las rejas cerradas como si el ingreso estuviera clausurado. La Sole tocó tres veces el timbre, tal y como don David le había indicado. Sin embargo, los pies se le helaban y nadie salía a pesar de que ya enterraba el dedo en el timbre por cuarta, quinta y hasta sexta vez. Cansada de la ignorancia, la Sole agarró una piedra y la lanzó a la puerta, causando un ruido tan grande que pudo sentir como las cumbias morían por el silencio, el aire se llenaba de zumbidos de insultos y maldiciones y a grandes zancadas se acercaba alguien diciendo QUIÉN CHUCHA INTERRUMPE POR LA CONCHE… Sole.
- Hola don David – dijo la gorda desde el otro lado de la reja al caballero
que traía un revólver en su mano, el que guardó en cuanto vio el cuerpo conocido frente a su escuálida figura - ¿cómo le va?.
- Bien, bien señora – respondió el viejo abriéndole la reja. Se veía distinto,
con un rojo en sus mejillas aún distinguible en la noche oscura y los atisbos de niebla. Vestía una chaqueta con brillantes y una humita que le encerraba la camisa alrededor del cuello.
Don David acostumbraba a animar él mismo sus eventos, en parte porque gustaba de supervisar sus producciones para arreglar con amenazas del revólver cualquier problema que pudiera surgir, y en parte porque era un viejo verde que amaba los culos y las tetas de las lolas que trabajaban con él en las noches. En los cumpleaños, la cosa era más fome, pero al menos siempre se llevaba un pedazo de torta y unos trozos de queque para el desayuno del otro día.
El viejo hizo pasar a la Sole a la casa donde el frío no se sentía porque los deseos de los viejos calientes actuaban mejor que cualquier estufa o chimenea. La hizo esperar un rato en el pasillo y entró al que la Sole supuso sería el living o comedor. “Denle chiquillos, aplíquenle play” escuchó la gorda que don David les decía a los caballeros hacinados en esas cuatro paredes, y de inmediato la música y las voces animadas volvían a sonar. La Sole quiso seguirlo, pero en el momento justo en que iba a entrar, el viejo le detuvo el paso. “No, aguántate un restito” le dijo, conduciéndola hacia otra puerta. “Tu show viene más tarde. Paciencia” dijo, y le abrió la puerta de una pieza solitaria con nada más que un catre y un gran espejo colgado sobre la pared.
La Sole esperó sentada en la cama. A lo lejos escuchaba el jolgorio, los gritos, el chasquido de los vasos al decir “Salud”. Desde ahí, sólo lograba ver sus pies y parte de sus piernas reflejadas en el gran espejo. Su corazón palpitaba rápido, como si fuera una bomba a punto de estallar. Para tomar calma, se bebió la botella de ron que la Eva le había regalado para las emergencias de ansiedad. La Sole la bebió en tres sorbos profundos y luego se dejó caer sobre la cama. El alcohol actuó rápido sobre su cabeza y de pronto cerró los ojos y se vio a ella misma en un lujoso camarín de paredes blancas recién pintadas, con una mesita a un costado que tenía canapés y un tocador con un espejo rodeado de ampolletas que iluminaba cada surco de su rostro regordete. Seguramente afuera del camarín estaría escrito su nombre con letras doradas sobre una estrella color plata, sí, y también habría alguien resguardando su tranquilidad, haciendo callar a todos y conteniendo a cualquiera que osara molestarla antes de su espectáculo.
Su corazón se apaciguaba lentamente mientras pensaba esto, y era tan real su ensoñación que pronto se drogó con sus propias ilusiones. La Sole pudo sentir voces que gritaban su nombre y aclamaban por ella, y era tanto el placer que le producía que se excitó por la sola idea de ser amada. A duras penas se levantó de la cama, se paró frente al espejo y comenzó a tocarse como si ella fuera alguien más, como si su manos de pronto se desligaran del resto de su cuerpo y la recorrieran como un ser nuevo y desconocido. Se agarró sus grasientos pechos como si fueran perillas y su entrepierna oculta bajo tanta grasa. Una gota de sudor comenzó a caer por su frente, y la Sole creía que llegaba al delirio cuando alguien golpeó su puerta.
- ¿Sí? –preguntó jadeante la Sole, precipitándose al otro lado de la puerta
para sostenerla con su propio peso. Quería ocultar algo, aunque no sabía bien qué (en su ebriedad las acciones y las razones se le mezclaban en mescolanzas sin sentido).
- Llegó la hora, Soledad – dijo la voz del otro lado de la puerta, la que
parecía pertenecer a don David, aunque con un tono más grave y autoritario.
La gorda Sole se miró una vez más al espejo para arreglar su vestido subido sobre las piernas y su peinado desarmado. Pasó su manga sobre su cara por última vez para secar el sudor y se acomodó los pechos para salir.
Caminó por el pasillo oscuro con un cierto ahogo que atribuyó al agobiante olor a cigarro y a su nerviosismo que no cesaba. Por la puerta donde horas atrás había desaparecido don David, entró la Sole en el momento justo en que terminaban de anunciarla con un monólogo que no logró distinguir bien.
Apareció la Sole tras la puerta ya citada y su sola presencia hizo que todo el ruido se consumiera en un segundo. La gorda se subió al escenario improvisado con unas tablas sacadas del patio de don David y desde allí miró a su audiencia.
Los espectadores eran hombres borrachos, algunos sin corbata, otros con la camisa desabrochada, otros simplemente con la prenda perdida entre las piernas de las mujeres que usaban faldas por puro protocolo, pues su presencia entre sus piernas estorbaba y parecía un mal chiste a la decencia. Una de ellas con los pechos al aire, otra media borracha y dormida sobre otros cuerpos, y la tercera sentada en las piernas del supuesto soltero, el que se distinguía de los demás por la corona de papel que llevaba sobre su cabeza. Estaban todos medio borrachos y dormidos a la espera del último número que les ofrecía don David y les traía directamente desde la comuna de San Miguel.
Ciertamente los ojos cerrados de la Sole le ofrecían un sueño a todo color bastante distante de la realidad que le exigía a pifias algún sonido de su cuerpo sin cuello, pero la gorda estaba muda. Sentía que la voz se le iba por la decepción de tener un público casi dormido. Buscó a don David con sus ojitos pequeños como para lanzarle una mirada de qué se ha creído, pero lo vio sentado con una puta entre las piernas, demasiado ocupado como para asistir a sus demandas laborales. Entonces, un proyectil que rebotó en su cabeza la trajo de vuelta a la realidad y mirando al frente vio a un borracho que le gritaba con sorna “Muestra las tetas o te vai”. El vaso lanzado ahora estaba a los pies de la Sole, sangrando las últimas gotas del líquido que contenía, mientras la adormecida audiencia aplaudía al borracho con una risa generalizada. La Sole, ofendida y humillada hasta las vísceras más profundas, sintió que debía demostrar por qué era digna de pisar un escenario, fuera cual fuera, aún en esta despedida de mala muerte, y lo sentía fuerte, como si de eso dependiera su vida y cada una de sus bocanadas de aire. Entonces, tomó un respiro, abrió la boca y dejó que su potente voz se sobrepusiera a las risas, a las burlas y a los pequeños gemidos de la mujer que se movía sobre las piernas de don David.
Cantó la Sole con los ojos cerrados, tan apretados que se le contrajo toda la cara en una mueca arrugada, y en lugar de ver cómo su audiencia se callaba ante la potencia de su voz, y cómo de a poco le brillaban los ojos a las putas y a los hombres por igual, dejando caer rectas lágrimas por sus mejillas, en vez de ver cómo hasta don David se deshacía de su entretención para escucharla mejor, vio al otro lado de los párpados un teatro cuya extensión no alcanzaba a atisbar, un público vestido de gala, con las estrellas de la tele sentadas en primera fila; vio galerías llenas que cubrían el cielo, vio focos sobre su cuerpo que la alumbraban como una estrella, observó a varios hombres pasmados por la cercanía de su figura y escuchó los aplausos de una multitud enardecida como sólo los había escuchado cuando sus vecinos gritaban “gol”.
A medida que la canción avanzaba, el suelo se iba llenando de rosas que le lanzaban desde el público. Una lluvia de pétalos le cubría la piel y un coro épico la secundaba en sus silencios. Su corazón se aceleraba a cada segundo con la fantasía que se hacía cada vez más real, más tangible con cada verso que salía de su boca.
Piensa en mí cuando quieras quitarme la vida. No la quiero para nada, para nada me sirve sin ti… cantó la Sole, terminando su actuación. Entonces, embargada de la emoción que le traían los aplausos incesantes del público, cruzó sus manos sobre su pecho y cerró los ojos, que se abrían a la vez, a la verdad donde su corazón se detenía por la veracidad del sueño que la transportó a un lugar lejos de ese suelo con botellas vacías y tabaco en el aire, donde su frente se cubría de sudor y los presentes la miraban con miedo, al ver cómo su cara se paralizaba al sentir que se le detenía el corazón, tras haber alcanzado la máxima felicidad y haberla desechado tan rápido con un parpadeo. La Sole trató de volver a cerrar los ojos, trató de sacar a los borrachos, a don David y a las putas, pero su visión se difuminaba por un dolor que le paralizaba el cuerpo y hacía temblar sus piernas de masa. Y al momento en que alguien se acercaba para socorrerla, la Sole caía sobre el precario escenario tratando de pegar sus párpados para retornar a aquel teatro de luces brillantes y extensión infinita, para así escapar al menos con su mente de esa mala muerte que, desde el centro de su corazón hasta cada extremo de su cuerpo, la iba llenando de un silencio eterno, seco y solitario que derramó su último suspiro en una lágrima que rodó por la mejilla rosada que poco a poco iba perdiendo el color.
* Mención honrosa Categoría B (jóvenes de 18 a 25 años) en Concurso de Creación Literaria Joven "Roberto Bolaño", organizado por el Consejo de la Cultura y las Artes.
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